Además, tal fervor profesa el auténtico parnasiano por
la belleza, que no puede supeditarla -ni siquiera equipararla- a ninguna otra
exigencia. Especialmente, a las exigencias de índole moral. Aunque aquí es
donde se encuentra la piedra de toque de este movimiento literario.
Tanto Poe como Baudelaire coincidían en deplorar el
didactismo en poesía. Creían que nada debía eclipsar la unidad de efecto de una
obra; sobre todo, el virginiano, que se caracterizaba por hacer continuamente
hincapié en la importancia del desenlace. Sin embargo, allí donde se remata con
una moraleja, allí se está vulnerando este principio de unidad. Baudelaire, por
su parte, afirmaba, con respecto a Víctor Hugo, que “nuestro pueblo antipoético
no le admiraría tanto si fuera perfecto, de modo que sólo ha podido hacerse
perdonar su genio lírico introduciendo brutalmente en sus obras lo que Poe
consideraba la mayor herejía moderna: la enseñanza”.
El poema no es el vehículo idóneo para trasladar una
verdad: naturalmente, se referían al poema rimado y ritmado, es decir, a la
obra literaria en la que prima la musicalidad sobre el mensaje -la melodía de
la canción sobre la letra. Esto podía lograrse mucho más rigurosamente mediante
la prosa, que no estaba sometida a tales exigencias técnicas y permite una
mayor flexibilidad del discurso.
En realidad, el poema es el vehículo idóneo para la
transmisión de la belleza suprema, tal como la concebían ambos genios de la
literatura. Y no sólo la existencia de rimas entre sus versos, sino también la
elección rigurosa -vuelvo a insistir en el epíteto- de dichas rimas, era el
factor que más decisivamente contribuía a su aproximación a la belleza. Pero en
su grado de compromiso con la conformación de dicho ideal, precisamente, es
donde la personalidad de cada parnasiano queda marcada de un modo más nítido.
Así, tanto Poe como Baudelaire creían abiertamente en
la existencia de la vida más allá de la muerte, y en esto coincidían también
con la noción espiritista de Gautier. En su “Filosofía de la composición”, Poe
asevera que el tema más bello que pueda tener un poema es el amor por una mujer
muerta. De hecho, es apabullante el número de mujeres muertas que protagonizan
tanto sus cuentos y poemas -“Annabel Lee”, “Ligeia”, “Morella”, “Isadora”, “Eleonora”,
etc.- como los de Gautier -“La novela de la momia”, “Espirita”, “El pie de
momia”, “La muerta enamorada”, etc.
Por el contrario, entre los parnasianos más fanáticos,
esta concesión gratuita a la pervivencia de los dogmas característicos de un
pasado inmediato con el que pretendían romper, incluso hecha en pro de
conservar su esperanza en la belleza suprema, constituía una inexcusable
licencia en sí misma. Leconte de Lisle, en efecto, dejaba entrever su visceral
ateísmo de juventud en la forma, casi hippie,
que abogaba por la reencarnación de los seres -de modo que las almas no
ascendían a ninguna clase de dimensión espiritual, sino que se mantenían
eternamente ligadas a la tierra dentro de otro cuerpo. Y el risueño Banville, a
la manera despreocupada de Aloysius Bertrand, escribía siempre sobre la dicha
de vivir. Pero también escritores jóvenes, como Verlaine, abjuraban de tan
elevados vuelos del espíritu, y preferían mantener los pies en tierra,
escribiendo sin empacho: “La Vie est triomphant, et l’Idéal est mort!”.
Otra notoria desavenencia entre estos autores radicaba
en su juicio sobre la mayor o menor extensión de las obras poéticas. El plato
fuerte de Leconte de Lisle eran sus larguísimos poemas épicos, ambientados en
épocas remotas pero siempre precristianas -cuyos grandiosos escenarios le procuraba
el “pagano” Ménard. Sin embargo, Baudelaire criticaba abiertamente esos largos
ejercicios de evocación descriptiva y de heroica retórica, aduciendo que
disipaban la imprescindible unidad de efecto -al sobrepasar el tiempo máximo de
atención que puede exigírsele a cualquier lector.
En la postura contraria, Ménard insistía en identificar la dualidad
monoteísmo-politeísmo con la dualidad despotismo-democracia, considerando que
una sociedad católica había de ser, por fuerza, una sociedad represora e
intolerante. No hay más que leer la “Hypatia” de Lisle para percatarse de que
el “galileo” no era tampoco del agrado de éste. Por el contrario -y como ya se
ha puntualizado en una entrada anterior-, tanto Poe como Baudelaire hubieran sacrificado
de buena gana todas las ideas igualitarias y democráticas en el selecto altar
de un misticismo pseudo-católico de la belleza.
Pero todo esto ya comienza a parecer una cuestión de
estilo personal: y ése ya no es el asunto de esta serie de entradas.
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