Edgar Allan Poe representa, para la literatura
moderna, lo mismo que un tronco robusto a reventar de savia para las
innumerables ramificaciones que se expanden sobre él. Aquí, voy a dejar a un
lado sus facetas más conocidas de cimentación de algunos géneros novelescos
-como el detectivesco y el del horror cósmico-, y voy a centrarme en los
elementos de su concepción estética que le conectan directamente con Charles
Baudelaire y la literatura francesa.
Para hallarlos, basta con echarle un vistazo a la
apasionada defensa que este último escribió, como frontispicio a la primera edición europea de las obras del virginiano.
En primer lugar, está la sacralización del ensueño
como única realidad -que ya he comentado en la anterior entrada del blog-, y la
adoración de la personificada Belleza que mora en las montañas de la Hélade, es
decir, del divino Apolo.
En segundo lugar, hay que poner atención en la manera
como Baudelaire se refiere ante todo a Poe: como caricatura de un hombre, como
bufón. Pero, ojo, no como un bromista cualquiera, simplemente grotesco y
burlesco; sino como el bufón shakespeariano del rey Lear o del duque Orsino: un
bufón al que todos desprecian, pero que guarda en su corazón la verdad genuina,
y se la escupe, disfrazada de chanza, a cuantos ciegos y sordos le rodean. ¡Una
verdad que “se grita en la calle pero nadie la escucha”, como reconoce el
shakespeariano “Henry the Fifth”…! (Sí, Cervantes es grande, pero Shakespeare
es MUCHO más grande: un sacerdote de Apolo puede agarrarse mucho mejor a sus
frases.)
En la propia obra de Poe hallaríamos, sin demasiada
dificultad, a su alter ego perfecto: “Hop-Frog”, el risible burlador y ejecutor
de sus propios amos, el enamorado de la delicada Trippetta -o lo que es lo mismo,
de la belleza personificada-. Un personaje tal, por fuerza, no puede ser
sociable; ya que ser sociable implica beber de las mismas fuentes de prejuicios
que el resto, asentir dócilmente ante las mismas explicaciones y
justificaciones de los sucesos del mundo que el resto, respetar sin rechistar lo mismo que el resto cree respetable; en fin, afectar seriedad
cuando se enuncian públicamente los dogmas sagrados que cimentan el edificio
cívico bajo el que todos nos cobijamos -por fuerza, para no acabar
asesinándonos los unos a los otros-. Mas, cuando resulta imposible, como le
ocurrió a Poe, uno se ve forzado a vestir el traje de bufón y a ejercer la
única profesión que la fatalidad de su carácter le permitiría sobrellevar -para
sobrevivir a sí mismo y a su entorno. Llegado a este punto, me veo obligado a
citar esta frase del “Gaspard de la Nuit”, de Aloysius Bertrand (concretamente,
su veneciana “Chanson de la masque”): “¡Ni con los hábitos ni con el rosario
emprendo yo la vida, ese peregrinaje hacia la muerte, sino con la pandereta y
el traje de bufón!” ¿Se adivina ya quién fue también el primer defensor a
ultranza que tuvo Bertrand entre sus paisanos? Nada menos que Baudelaire: léase
la dedicatoria de su “Spleen de Paris”, en la que consignó expresamente su
discipulado de Bertrand con respecto al moderno género del “poema en prosa”.
¡Nada es
casual en esto de la vida, loado sea Apolo!
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