martes, 6 de septiembre de 2016

Y en el principio fue... (4)



Poesía deriva de una palabra griega cuya raíz es “Poe”.


En efecto: Poe, de Edgar Allan Poe. Y eso, a pesar de que, por definición, nadie cree en la existencia de una etimología inversa. Pero tampoco nadie se escandaliza hoy en día por que se pueda hablar de cesarismo antes de César, o de los giros copernicanos de la política cartaginesa. Además, la única alternativa sería creer en la presciencia del acuñador del término, o incluso en la predestinación de nuestro genio virginiano -lo cual constituiría, cuanto menos, una osadía tan monumental como la primera.


Nada es fruto de la casualidad: o lo es todo, o no lo es nada. Sin embargo, el determinismo absoluto, como cualquier otro absoluto, suena duro -suena a “Gott ist Tot”, con reverberación de martillo-, e implica asimismo la inoperancia absoluta de la voluntad. A nivel coloquial, esta exageración se ha suavizado, acordando que el hombre es libre para juzgar -y, por tanto, para ser juzgado y declarado culpable o inocente-; pero que la acción está determinada por sus circunstancias, entre las que se cuenta la propia voluntad voluble de los actores.


Extrapolado al campo estético, lo anterior podría querer decir que el artista goza de un cierto grado de autonomía para concebir su obra; pero que ésta, por el contrario, constituye un resultado absolutamente determinado por él. Esto es lo que se desprende de uno de los trabajos ensayísticos fundamentales de Edgar Allan Poe: la “Filosofía de la composición”, con la que trató de explicar el proceso creativo que había seguido para escribir “El cuervo”.




En este ensayo se condensa todo el pensamiento estético de su autor, y lo cierto es que no cabría concebir un panfleto más genuinamente parnasiano que éste. En primer lugar, por la inusitada seriedad con que un “bufón” (ver anteriores entregas) puso por escrito un asunto que siempre se había juzgado, por antonomasia, inmerecedor de tal consideración. 


El romanticismo anterior a Poe, bajo la premisa de que el genio no es el hombre, sino algo externo o ajeno a él -en el sentido de “genio inspirador”-, había consagrado ese influjo, la inspiración, como el requisito previo a toda obra poética. Se suponía que sólo cuando uno estaba inspirado, la pluma hacía correr ríos de belleza en lugar de ríos de tinta. Por el contrario, en el ensayo de Poe se viene a desmentir -no sin cierta impertinencia, como señala Baudelaire- que la inspiración súbita tenga la más mínima repercusión en la calidad de una obra poética, actuando como el prestidigitador que accede a revelar los recursos de que se ha valido para crear una ilusión en el espectador. Éstas son las palabras inequívocas que utiliza: “Creo poder jactarme de que ningún aspecto de mi composición ha sido dejado al azar, y de que ha avanzado hacia su desenlace con la precisión y la lógica rigurosas que caracterizan a un problema matemático”. ¡Caramba! ¡Qué arrogancia! ¡Por menos de eso, a Marsias le desollaron en el Parnaso! Sin embargo, Apolo no le retiró su favor al Profeta de la Belleza, ni siquiera cuando hizo una afirmación tan radical. ¿Por qué?


Porque ningún artista o creador, fuera en la especialidad que fuera, tendría posibilidades de obtener algo estéticamente valioso… sin contar antes con un plan. “¡La elección de los medios!”, como casi grita Baudelaire entre líneas, es indispensable para producir el efecto previsto. Y, por supuesto, una rigurosa ejecución de dicho plan, ciñéndose escrupulosamente a las reglas adoptadas al comienzo, es el método poético por excelencia. Si a esto le agregamos la fidelidad a los cánones de belleza, sobre los cuales no cabe transvaloración que valga, obtenemos la esencia del Parnaso. Apolo no es el hacedor: es quien otorga el sentido poético, que es la facultad de conocer la belleza suprema.


Detengámonos en este punto, pues en la perfección formal es donde más claramente se descubre el nexo entre Poe y el parnasianismo: técnica, técnica, y más técnica. Ninguna licencia poética, como exige Banville. Hay que limar, cincelar, esculpir, siempre perfeccionándose en la emulación de las artes figurativas, como estipula Gautier. El supremo atentado contra la belleza es la desproporción, la discordancia de lo arbitrario, de suerte que lo artificioso es siempre preferible a lo natural para el artista: así preludiaba Baudelaire los futuros manifiestos del decadentismo. Asimismo, tanto más artista es uno cuanto mayor es su sentido de lo bello, pero también cuanto más irascible se torna ante la contemplación de toda deformidad o desproporción. La sensibilidad del parnasiano le procura grandes goces, pero también grandes berrinches cuando su entorno no se halla al mismo nivel de exigencia que se ha fijado para sí.


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