lunes, 12 de septiembre de 2016

El Heraldo de la Belleza



Baudelaire es Baudelaire.


¿Parnasiano atípico? ¿Simbolista precoz? ¿Provocador inclasificable? No cabe duda de que Charles Baudelaire fue un explorador literario, un genio en cuya mente florecieron incontables intuiciones -como florecieron también sus conocidas “Fleurs du mal”. En su segundo “Spleen”, de los cuatro que escribió, admite, no sin que se perciba cierto asombro de sí mismo, que posee “más recuerdos que si tuviera mil años” (j’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans). Y lo deplora. Sus verdaderos tesoros, como le confiesa a su madre en una carta de 20 de diciembre de 1855, son “la admirable facultad poética, la nitidez de ideas y la capacidad para la esperanza”; y eso, a pesar de lamentarse una y otra vez de su incapacidad para ponerlos en marcha a pleno rendimiento, como reconoce en esta otra carta, de 11 de febrero de 1865: “el vicio más peligroso es la lasitud, el desánimo y el hábito de dejar pasar los años postergando siempre las cosas al día siguiente”.


Tanto él como su admirado Poe compartieron la fatalidad de no llegar a gozar en absoluto del favor del público de sus respectivas naciones, de tener que enfrentarse a grandes obstáculos para divulgar sus opiniones en todos los ámbitos, y de ver sus obras reducidas a la admiración por parte de un minúsculo grupo de hombres sensibles pero con sobrado talento. A ambos les resulta "imposible hablar el lenguaje de los demás hombres, ya que ellos viven para vivir y nosotros, ¡ay!, vivimos para conocer: ése es todo el misterio", como reconoce en "La Fanfarlo". No sorprenden, por tanto, esa “lasitud y desánimo” a que hace referencia en sus cartas, y que influyeron decisivamente para que su producción careciera de obras “grandes” -en el sentido de extensas y voluminosas, como sí encontramos en la mayoría de los parnasianos, incluso en el disipado Verlaine.  

Paradójicamente, parece como si Poe y Baudelaire sólo pudieran ser grandes en lo pequeño. Así, “Les fleurs du mal” consiste en una mera agregación de sus rimas; su obra crítica apareció desperdigada en periódicos y revistas, y -como la inacción editorial nos hace sospechar- desafía a cualquier intento de ordenación; y, para que la excepción pueda confirmar la regla, están ahí “Les paradis artificiels” y “Spleen de Paris”. No en vano, en esta última, Baudelaire revela el rasgo fatal de su personalidad, su falta de perseverancia: “¿para qué ejecutar los proyectos, si el proyecto por sí mismo constituye ya un gozo suficiente?

¡Fatalidad terrible! Un hombre que daba, en sus últimos años, "Consejos a los jóvenes escritores" -cuya lectura resulta recomendable para cualquiera que desee emprender algo, ya sea la composición de una novela u otra cosa, y sea consciente de su pereza innata; por ejemplo: "la inspiración ya no es la hermana de la orgía, sino del trabajo diario". ¡Sorprendente confesión, para tratarse de un "poeta maldito"! Pero, aparte de consejos gritados al viento, sólo dejó atrás deudas pecuniarias y artísticas, bocetos de grandes obras erigidas como castillos en el aire y muertas con él en su cabeza. Sí, en su cabeza y no en su corazón, como afirman muchos. ¿He de repetir que nuestro Baudelaire no establecía el valor de un artista por su espontaneidad, y no daba un chavo por las obras de arte que fueran fruto de la improvisación, como la mayoría de los parnasianos? Bueno, pues que lo repita Baudelaire: "todo espíritu profundamente sensible y bien dotado para el arte: aunque no hay que confundir la sensibilidad de la imaginación con la del corazón" (hacia el final de su ensayo póstumo "El arte filosófico"). ¡Ay de aquéllos que escribís con el corazón! ¡Cuán lejos quedáis de poder concebir obras de arte, en lugar de secreciones pseudoartísticas!






En opinión de un sacerdote de Apolo, sin embargo, su mejor empeño fue haber difundido al Profeta de la Belleza -¡Edgar Allan Poe, las bendiciones y el ensueño sean con él!- y sus revelaciones, en el único lugar donde podían tener una repercusión decisiva: la Francia posterior a 1848. A su alrededor, el utilitarismo se hallaba en su apogeo, y pocas voces se hallaban dispuestas a exponerse al ridículo o al ostracismo a tontas y a locas. Resulta tan memorable como escandalosa la defensa del orden que hizo, en ese escrito en que incita -poética y alegóricamente, por supuesto- a la policía a fustigar y maltratar a los manifestantes, que simbolizan el desorden. A los socialistas de antaño, Baudelaire les motejaba de "verdugos de Apolo", lo cual no sorprende en alguien que, mientras pudo, vivió como un dandy y un derrochador, preocupado sólo en hallar nuevas formas de distinguirse y "dar la nota" entre los demás.

En cuanto a su mayor mérito, fue su inquebrantable lealtad, manifestada en estas palabras que abren su “Spleen de Paris”: “amo las nubes… las nubes que pasan… allá lejos… ¡las maravillosas nubes!” No cabe duda de que merecería que un emperador se las diera como blasón para decorar su escudo de armas.

Aunque la guinda del pastel, aquello por lo que habría de pasar a la Historia, fue su definición del amor, puesta en la boca del protagonista de "La Fanfarlo": "el amor era, ante todo, admiración y apetito por lo bello".


¿Hay un tesón más grato para Apolo que el de mantenerse fiel a la Belleza, en los buenos y en los malos momentos, contra todo y contra todos?




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