Si hay un adjetivo
que pueda condensar la polifacética carrera de Louis Ménard es precisamente ése:
precursor. Precursor indiscutible de cuantos se propusieron trastocar la
vida artística de Francia a mediados del siglo
XIX, merced a su curiosidad por descubrir las formas de cuanto está
velado y a su tozudez por rebasar los límites de cuanto nos está
vedado.
Su juventud ya nos
plantea una contradicción, desde el primer momento en que se empiezan a
enumerar sus vivencias: ¿es un hombre de acción o un hombre reflexivo,
un político o un científico? Su participación
en complejos experimentos de laboratorio, de suerte que se le considera
el descubridor de una sustancia química -el colodión, de múltiples
aplicaciones tanto en cirugía como en fotografía-, nos inclina a pensar
en esto último. Sin embargo, el hecho de haber
estado involucrado en los movimientos revolucionarios de 1848,
publicando panfletos subversivos que le valieron una orden de detención y
le forzaron a exiliarse de Francia durante algunos años, nos lo vuelve a
situar en la primera tesitura.
Pero lo cierto es
que, si nos ceñimos a la actividad puramente artística de Ménard,
también hallaremos profundas contradicciones. Por una parte, sus
allegados atestiguaron que profesaba una viva admiración
por las obras maestras de los grandes románticos europeos, sobre todo,
Lord Byron y Víctor Hugo; así como por Shakespeare. Pero por otra, no se
puede negar la profunda influencia que sobre la configuración
de la estética del parnasianismo tuvieron sus estudios
mitológicos e históricos, reflejados en un buen número de libros sobre
las religiones de la Antigüedad. En especial, Leconte de Lisle, el gran
referente de los poetas parnasianos que venían a trastocar el orden
“romántico” en literatura, se empapó completamente
de su concepción y ensalzamiento de la Grecia clásica. Mas, ¿no resulta
también sugerente averiguar que Baudelaire no sólo había sido su
compañero de clase y amigo íntimo, sino que además se inició por
mediación suya en el "Club des Haschischins" -en el conocimiento de esos “paraísos artificiales”
que tanto caracterizaron su obra y sus reflexiones?
¿Cómo? ¿Un mismo
hombre condujo de la mano a Leconte de Lisle, el Sumo Sacerdote de la
Belleza, el parnasiano “épico” por excelencia; y también a Baudelaire,
el Heraldo de la Belleza, el introductor de Poe en Europa y el indiscutible antecesor de los simbolistas?
Ya sólo esta asombrosa coincidencia debería servir para suscitarnos una enorme curiosidad por averiguar más cosas acerca de este peculiar humanista moderno y de su manera de pensar.
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