Rimadores tan
exquisitos y perfeccionistas como Banville, la verdad, existen pocos en
la larga nómina parnasiana; sin embargo, tampoco su estilo fantasista
suscitó más allá de unas cuantas emulaciones ocasionales
entre los poetas coetáneos, si exceptuamos a Verlaine y al protagonista
de la entrada de hoy -el errante y desinhibido Albert Glatigny.
A Glatigny, muerto
prematuramente a los 33 años, a causa de lo que hoy llamaríamos una
injustificable negligencia del sistema -contrajo una incurable
enfermedad cuando unos gendarmes lo encerraron en un
inmundo calabozo, confundiéndole con un asesino en busca y captura-,
sólo le dio tiempo a escribir tres recueils de poesía. El primero de
ellos, “Les vignes folles”, en el que se reveló su enorme talento para
la versificación, fue escrito de un tirón unos
pocos meses después de que hubiera leído las ya famosas “Odes
funambulesques” de Banville. El universo fantasista, entendido en su
máxima expresión, puede hallarse plasmado en ambas obras con idéntico
acierto: sus temas y atmósferas, sus personajes y actitudes,
sus ensueños y el resto de sus lugares comunes -como son la preferencia
por la época galante, o la existencia bohemia y despreocupada de los
artistas ambulantes. Aunque a Glatigny siempre se le ha achacado cierta
frialdad o insensibilidad poéticas -quizá porque
en la mayoría de sus poemas ensalza, muy a las claras, las cualidades
físicas de los seres humanos sobre las intelectuales-, con ello no se ha
hecho justicia a una obra rica en matices y pródiga en ternuras, como
lo son, por ejemplo, la de Paul Verlaine o
la del propio Banville. Vamos a tratar de remediar aquí este
despropósito, divulgando algunas de sus mejores poesías primerizas.
Por lo demás,
Glatigny fue, fundamentalmente, un dramaturgo y un comediógrafo. Su
juventud está marcada por la precoz escapada del nido paterno, para
enrolarse en una troupe de actores y cantantes que recorrían
los teatros provincianos ofreciendo sus representaciones -y, de esa
forma, poder ver mundo y vivir una existencia itinerante y aventurera.
Pronto, su talento para las letras le permitió escribir él mismo las
obras que habría de representar su compañía.
En algunas estancias ocasionales en París, trabó amistad con Catulle
Mèndes y con Baudelaire, siendo recomendado por este último a
Poulet-Malassis -recordemos, el desventurado editor de “Les fleurs du
mal”. Por esta vía fue como obtuvo acceso a los cenáculos
parnasianos, si bien su existencia itinerante le permitió frecuentarlos
poco.
Quizá su gran “pecado”, por el que no obtuvo en su tiempo el
reconocimiento que se merecía, fuera el tono deliberadamente populachero
y desvergonzado de buena parte de su producción
-sobre todo, de sus relatos o casi entremeses cómico-eróticos, con
títulos tales como “Las diversiones galantes del vídamo
Buenaventura de la Bragueta”, “La sultana Rozréa” o "Scapin maquereau".
Desviaciones similares de la escrupulosa decencia exigida a todas las “plumas famosas” por
el stablishment fueron, no obstante, cada
vez más frecuentes entre los autores franceses: es el caso del erotómano
Pierre Louÿs, de Germaine Nouveau, de Guillaume Apollinaire, o del
propio Verlaine -como se puede descubrir en este
blog, con su pequeña colección de poemas de amor lésbico.
Pero Apolo no selecciona a sus aedos como las academias oficiales: ni a Homero, ni a Villon, ni tampoco a nuestro Glatigny, se les negaría la entrada al Parnaso por tales fruslerías.
Pero Apolo no selecciona a sus aedos como las academias oficiales: ni a Homero, ni a Villon, ni tampoco a nuestro Glatigny, se les negaría la entrada al Parnaso por tales fruslerías.
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