lunes, 27 de febrero de 2017

El errante Glatigny

Rimadores tan exquisitos y perfeccionistas como Banville, la verdad, existen pocos en la larga nómina parnasiana; sin embargo, tampoco su estilo fantasista suscitó más allá de unas cuantas emulaciones ocasionales entre los poetas coetáneos, si exceptuamos a Verlaine y al protagonista de la entrada de hoy -el errante y desinhibido Albert Glatigny.


A Glatigny, muerto prematuramente a los 33 años, a causa de lo que hoy llamaríamos una injustificable negligencia del sistema -contrajo una incurable enfermedad cuando unos gendarmes lo encerraron en un inmundo calabozo, confundiéndole con un asesino en busca y captura-, sólo le dio tiempo a escribir tres recueils de poesía. El primero de ellos, “Les vignes folles”, en el que se reveló su enorme talento para la versificación, fue escrito de un tirón unos pocos meses después de que hubiera leído las ya famosas “Odes funambulesques” de Banville. El universo fantasista, entendido en su máxima expresión, puede hallarse plasmado en ambas obras con idéntico acierto: sus temas y atmósferas, sus personajes y actitudes, sus ensueños y el resto de sus lugares comunes -como son la preferencia por la época galante, o la existencia bohemia y despreocupada de los artistas ambulantes. Aunque a Glatigny siempre se le ha achacado cierta frialdad o insensibilidad poéticas -quizá porque en la mayoría de sus poemas ensalza, muy a las claras, las cualidades físicas de los seres humanos sobre las intelectuales-, con ello no se ha hecho justicia a una obra rica en matices y pródiga en ternuras, como lo son, por ejemplo, la de Paul Verlaine o la del propio Banville. Vamos a tratar de remediar aquí este despropósito, divulgando algunas de sus mejores poesías primerizas.



Por lo demás, Glatigny fue, fundamentalmente, un dramaturgo y un comediógrafo. Su juventud está marcada por la precoz escapada del nido paterno, para enrolarse en una troupe de actores y cantantes que recorrían los teatros provincianos ofreciendo sus representaciones -y, de esa forma, poder ver mundo y vivir una existencia itinerante y aventurera. Pronto, su talento para las letras le permitió escribir él mismo las obras que habría de representar su compañía. En algunas estancias ocasionales en París, trabó amistad con Catulle Mèndes y con Baudelaire, siendo recomendado por este último a Poulet-Malassis -recordemos, el desventurado editor de “Les fleurs du mal”. Por esta vía fue como obtuvo acceso a los cenáculos parnasianos, si bien su existencia itinerante le permitió frecuentarlos poco. 

Quizá su gran “pecado”, por el que no obtuvo en su tiempo el reconocimiento que se merecía, fuera el tono deliberadamente populachero y desvergonzado de buena parte de su producción -sobre todo, de sus relatos o casi entremeses cómico-eróticos, con títulos tales como “Las diversiones galantes del vídamo Buenaventura de la Bragueta”, “La sultana Rozréa” o "Scapin maquereau". Desviaciones similares de la escrupulosa decencia exigida a todas las “plumas famosas” por el stablishment fueron, no obstante, cada vez más frecuentes entre los autores franceses: es el caso del erotómano Pierre Louÿs, de Germaine Nouveau, de Guillaume Apollinaire, o del propio Verlaine -como se puede descubrir en este blog, con su pequeña colección de poemas de amor lésbico.

Pero Apolo no selecciona a sus aedos como las academias oficiales: ni a Homero, ni a Villon, ni tampoco a nuestro Glatigny, se les negaría la entrada al Parnaso por tales fruslerías.

 


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