Leyendo uno de los relatos que integran el volumen de "Monstruos parisinos", de Catulle Mendès (traducido por José Manuel Ramos González y editado por Ardicia), concretamente el titulado "Anne de Cadour", ha llamado mi atención -desviándola así del asunto literario propiamente dicho- una inopinada enumeración de las "finas encuadernaciones de libros de poemas" que pueden hallarse en un cajón del tocador de la mundana protagonista. Cuatro nombres significativos asoman en el relato, destinado a una publicación periódica de amplia difusión en la época, y que casi constituirían una especie de recomendación "subliminal" -como esos inconfundibles primeros planos de bebidas refrescantes que, de cuando en cuando, aparecen fugazmente en las escenas más intrigantes o atrayentes de las películas.
Se trata, en este orden, de Armand Silvestre, Sully Prudhomme, François Coppée y Léon Dierx. La mención no es baladí.
El primero fue, como Mendès, miembro de una familia pudiente, prolífico poeta y escritor de cuentos de tipo humorístico; además de un bien remunerado crítico de arte, creó también un gran número de libretos de ópera y de obras de teatro. Recibió numerosas distinciones honoríficas en vida, y ostentó no menos cargos públicos hasta su muerte, acaecida en 1901.
Ese mismo año, el segundo, Sully Prudhomme, obtuvo el primer premio Nobel concedido en la Historia. Antes, ya había obtenido uno de los prestigiosos y codiciados sillones de la Académie Française. Fue, quizá, el único parnasiano "todoterreno", escribiendo además de poesía y prosa, buen número de libros sobre estética y filosofía. Por supuesto, sus ideas estéticas y filosóficas se acomodaban perfectamente con los intereses de las clases dominantes -es decir, eran políticamente correctas.
El tercer poeta en tirada editorial es Coppée, otro miembro de la Académie Française. Y no es de extrañar. Como dramaturgo, obtuvo los mayores éxitos de la escena francesa -que entonces era casi lo mismo que decir la escena europea-; aunque esta vez no por agradar a los grandes, sino a los "pequeños" pero muchos, es decir, al público llano. Sus libros de poesía eran tremendamente populares, y sus grandes tiradas hacían las delicias de los parisinos humildes... precisamente porque en ellos retrataba sus vidas cotidianas, usando ampliamente el argot de los barrios bajos. Cómo no, el chauvinismo más exaltado y el catolicismo más piadoso e ingenuo se alternan en su obra. Y, cómo no, su mensaje es claro y comprensible a más no poder -lo más alejado que quepa imaginarse de las ambigüedades simbolistas de Mallarmé o Rimbaud, a los que criticaba abiertamente.
El último es Léon Dierx, sucesor y "alter ego" católico de Leconte de Lisle -del que ya se ha hablado la semana pasada. Se pasó la vida escribiendo exclusivamente poesía, y obteniendo un premio literario tras otro.
Como se puede ver, junto con Mèndes, aquí tenemos al Parnaso triunfal: el grupo de creadores que supo rentabilizar de una forma más beneficiosa su talento, llegando a vivir de su fama y de su pluma. ¡Qué duda cabe que Verlaine no tuvo en mente a ninguno de ellos cuando acuñó la expresión "poetas malditos"!
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