Para ubicar a Léon Dierx, bastaría con decir de él que fue una réplica de Leconte de Lisle... sólo que católico confeso. Ambos tenían en común su origen -la isla de Reunión, índica y exótica-, su estilo -representaron la vertiente más pura y perfeccionista del parnasianismo-, y su amistad. El díscipulo inició su carrera con un poemario romántico, y la concluyó en medio de oportunos guiños hacia la nueva estética dominante, el simbolismo. Este acercamiento le valió ser elegido como "Príncipe de los Poetas" (franceses) a la muerte de Mallarmé -quien a su vez había sucedido a Verlaine, sucesor de su maestro Leconte de Lisle.
Sin embargo, nunca condescendió del todo con la vaguedad propia de los discípulos de Mallarmé, y menos aún pregonó con el ejemplo: sus rimas pueden comprenderse perfectamente, sin necesidad de hacer cábalas o cerrar la mente a toda búsqueda de sentido, quedándose con el efecto. En este aspecto, mantuvo toda su vida una fidelidad absoluta a los cánones estéticos que había asumido; lo que le valió recibir numerosas distinciones a comienzos del siglo XX, cuando ya la mayoría de sus colegas parnasianos habían dejado de existir, pero su recuerdo y estima se mantenían frescos -justo en las instituciones culturales, esos mausoleos que siempre veneran los "cantos de cisne", porque pueden quedar petrificados y no contradecirse para contrariarlos).
Es muy probable que, de haber escrito al menos una novela, hoy le consideráramos el primer premio Nobel de literatura, en lugar de Sully-Prudhomme.
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