viernes, 9 de noviembre de 2018

El inventor maldito


La otra gran voz discordante que apareció en la segunda antología de “Le Parnasse contemporain” (y, naturalmente, tampoco volvió a repetir en la tercera, como ocurrió con Mallarmé) fue Charles Cros (1842-1888), el ya mencionado amante fiel de Nina de Villard.



Cros fue una figura singular dentro del ya por sí abigarrado mundillo poético de París. En su caso, por desgracia muy poco conocido hoy, los éxitos de su actividad científica pueden estimarse igual de valiosos que los derivados de su actividad artística. Su biografía es incomparable: un hombre de ciencias y de artes al mismo tiempo, lo más parecido que puede hallarse en el fin de siècle francés al prototipo humanista de “sabio” integral del Renacimiento (junto con Louis Ménard, el ya tratado mentor de los primeros parnasianos). Pues en su haber como profesor de química en la universidad figuran varios inventos relevantes: un innovador aparato de telegrafía, un método pionero para la obtención de fotografías en color y, el más importante de todos, un primer prototipo europeo de fonógrafo reproductor de sonidos. Digo “europeo”, porque en el mismo año que Cros, el archiconocido Edison había creado el mismo aparato, y al final se le otorgó a éste la paternidad del invento al ser en América donde primero se empezó a fabricar y distribuir. Que a ambos se les ocurrió la misma idea al mismo tiempo en dos regiones antipódicas del planeta, es un hecho insólito pero verídico y reconocido: de hecho, la institución francesa que actualmente otorga los premios anuales a las mejores grabaciones discográficas es la Académie Charles Cros. 

La única razón de que Cros no pudiera materializar su invento es que carecía de fondos para patentarlo y poner en marcha su producción en serie. Lo cierto es que confiaba más en su talento literario que en sus posibilidades como emprendedor, y al tiempo de idear el fonógrafo ya había dilapidado sus escasos ahorros en un proyecto editorial previo que consistía en una revista que conjugara el arte y la ciencia, del mismo modo que ambas se conjugaban en su propia mente. Pero este proyecto fracasó después de sólo tres números. Y eso que no le faltaron amistades para contribuir a llenar las páginas de sus revistas: Manet y Zola firmaron varios artículos, mientras que Paul Verlaine era un visitante habitual en la casa paterna de los Cros. A los recopiladores de chismorreos les encantará saber que fue Charles Cros el que, a petición de Verlaine, hospedó durante unas semanas al joven Arthur Rimbaud en su propio apartamento, hasta el momento en que ambos se fugaron para vivir su idilio homosexual lejos de la atención de sus familiares y amigos. Pese a que Cros ni era un puritano ni tenía en demasiada consideración los estrictos convencionalismos sociales de su época, aquella fuga le causó no pocos conflictos y reproches; pues la familia de la abandonada mujer de Verlaine, Mathilde, de la que Cros era muy allegado, le responsabilizó de estar confabulado en el asunto y le convirtió en el chivo expiatorio de la culpa ajena. 



En el plano puramente artístico, sin embargo, Charles Cros ha de ser considerado un gran poeta desdichado o “maldito”, tanto como Verlaine o Rimbaud. Su enorme talento y su extraordinaria inteligencia no le sirvieron para medrar en la vida, como a tantos otros menos dotados que él en todos los sentidos. Los reconocimientos oficiales le estuvieron vedados, al igual que el éxito editorial. Incluso su reputado atractivo físico, que cautivó a tantas mujeres y multiplicó el número de sus amantes (como en el caso del prodigioso Maupassant), tampoco le sirvió para “pescar” a alguna rica heredera enamorada y poner fin así a su penuria económica. Y, sin embargo, habría que valorarle como uno de los poetas simbolistas más importantes de su época. Tanto “El cofrecillo de sándalo” como su obra póstuma, “El collar de garras”, están llenos de versos magistrales y sentimientos humildes que permiten al lector identificarse con el espíritu, grande pero melancólico, del autor. En verdad, se me hace un nudo en la garganta al constatar la pasmosa indiferencia con que fueron acogidos por sus contemporáneos (¿tal vez por envidia hacia sus dotes naturales o por rencor a causa de sus éxitos amatorios?), así como su triste destino final. Al igual que Nina de Villard, Cros pagó cara su adicción a la bebida: acabó sus días vagabundeando por los bulevares y mendigando trabajos de poca monta, una sombra del pasado con una copa de absenta pegada siempre las manos, arruinado e internado en un sanatorio mental cuando sus ideas inconexas comenzaron a alarmar a los viandantes. 

¡Sólo Apolo, y en este caso también Atenea, sabrán por qué, cuando prodigan la semilla de sus dones entre los mortales, en tantas ocasiones el fruto que ésta produce resulta grato únicamente para unos pocos!


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