Cuando se habla de las “parnasianas” francesas, en una época
en que la escolarización todavía no era universal, hay que referirse, por
fuerza, a mujeres de clase acomodada. Exclusivamente. Sólo las hijas de las
familias pudientes podían leer y escribir a una escala comparable a los
hombres; y sólo las inmersas en ambientes artísticos sofisticados, como en las
grandes urbes, podían aspirar a ver publicada y difundida su obra a la par que
la de los poetas de mayor renombre. Por eso, están contadas con los dedos de
las manos las “rimadoras” que podrían aparecer aquí: y eso que Francia, con su
ideario republicano, era la más avanzada de la época en cuanto a tolerancia y
reconocimiento del genio femenino.
Es el caso de Louisa Siefert (1845-1877), de familia de burgueses
protestantes de Lyon, que llevó una vida acomodada y provinciana, pero obtuvo
el reconocimiento de grandes escritores como Victor Hugo, a quien le dedicó uno
de sus libros en agradecimiento a una crítica favorable; e incluso del gamberro
Rimbaud, en la época en la que todavía no había empezado a insultar y renegar
de la poesía tradicional. Aunque sus obras son de talante místico, aquejadas
del mismo tono doliente que su propia existencia (una enfermedad pulmonar
contraída en la niñez la haría morir de tuberculosis de forma prematura), esta
etapa creativa coincide de pleno con el apogeo del parnasianismo, por lo que
casi todos los libros de Siefert fueron publicados en la editorial de Alphonse
Lemerre. Sus poemarios tuvieron un gran éxito de ventas, y en sus versos puede
rastrearse la marcada influencia de Baudelaire. Están cargados de patetismo y
transmiten un hondo y conmovedor sufrimiento, fruto de la experiencia personal
de una vida marcada por la enfermedad. En este aspecto, y cuando no se hallan lastrados
por la beatería y cierta monótona resonancia de letanías conventuales, sino que
brotan directamente de la sensibilidad herida y morbosa de su autora, me
atrevería a juzgar que sus versos se hallan a la altura de la más afamada
producción de Verlaine. Además, los poemas que he publicado en este blog me han
recordado mucho a Albert Samain; lo que equivale a decir, para que los lectores
hispanohablantes me entiendan mejor, que son precursores de nuestro premio
Nobel Juan Ramón Jiménez. En mi opinión, de haber pasado de los 32 años, Louisa
Siefert es probable que hubiera ejercido una influencia mucho más patente en
lugar de haber caído en el olvido: pero, tal vez, de haber sido así, su legado
no hubiera resultado tan valioso como se nos antoja, ya que parece
indisolublemente ligado a su agonía existencial.
El caso de Nina de Villard (1843-1884), por el contrario, no
podría ser más antagónico. A pesar de compartir los mismos orígenes que
Siefert, pues fue hija también de un importante abogado de Lyon, ella sí tuvo
la oportunidad de salir de su microcosmos provinciano y de hacer una apoteósica
entrada en la brillante capital de Francia. Por eso su biografía es más amplia.
Con sólo 20 años, su matrimonio con el periodista de “Le Figaro”, Hector de
Callias, y su fortuna familiar, le permitieron abrir uno de los salones
literarios más importantes de París en la década de 1860, justo en plena
eclosión del parnasianismo. Pronto, la joven esposa planta al marido y se lanza
a una vida disoluta que acaba pasándole factura a temprana edad. En su caso,
los años no estuvieron marcados por un lento declinar, sino por una carrera
frenética para apurar hasta el límite los placeres de la libertad y de la
carne. Cuando uno es poderoso y rico, la sociedad puede censurar, vilipendiar,
murmurar: pero es difícil que esos ataques ruines de los defensores y
defensoras del decoro puedan llegar a arruinar por sí solos la vida de una
mujer del temperamento de Nina de Villard. Ella hacía versos para divertirse,
como puede comprobarse en su escasa producción poética; del mismo modo que
vivía y respiraba para divertirse. La anfitriona parisina tuvo amantes
artistas, como el poeta Charles Cros; fue modelo en el taller de otros, como el
pintor Edouard Manet; y fue ella misma una artista aficionada, mejor pianista
que rimadora según sus amigos. En su salón, el más progresista de la capital,
no sólo se daban cita las vanguardias parnasianas, también los más
alborotadores políticos y periodistas republicanos. Tras la guerra
franco-prusiana y el aplastamiento de la Comuna de París, los puritanos, que
militaban en el bando victorioso, pudieron por fin desquitarse de la desafiante
y escandalosa ricachona, que se vio forzada a unirse a muchos de sus amigos en
el exilio en Suiza. Cuando llegó la amnistía y las aguas vuelven a su cauce,
puede regresar a París: pero ahora de una forma mucho menos boyante y solvente.
Repudiada por la alta sociedad, su salón pierde categoría pero no calidad.
Ahora serán los artistas marginados los que canten al desencanto de una
sociedad gris bajo su paraguas: los simbolistas. Pero su vida no tiene el
esplendor del pasado; y el alcoholismo y las crisis nerviosas acaban por destrozar
su mente, muriendo en un sanatorio, sola y abandonada, como tantos de los
genios descarriados a los que acogió en sus últimos años.
También un triste final, como el de Louisa. Aunque los
cantos espirituales de ésta eran dulces y melancólicos cantos de cisne; mientras
que los cantos mundanos de Nina eran explosiones de vitalidad y bromas ocasionales,
poco elaborados y por eso menos meritorios. Pero, a la postre, los bellos
suspiros poéticos de Louisa venían motivados por no haber podido vivir la vida
con la misma plenitud que Nina.
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