Leyendo la obra poética de Henri Cazalis (1840-1909), a uno le surgiría la duda de si considerar a este autor como parte integrante del grupo de los parnasianos, si no fuera porque contribuyó ampliamente a cada una de las tres antologías "canónicas" del movimiento (en concreto, con 8 poemas en 1866, 2 en 1869 y 6 en 1876). Y, sin embargo, a juicio del que suscribe estas líneas, habría muchos más motivos para considerar parnasiano -por poner un ejemplo- a Verlaine que a Cazalis.
En primer lugar, por la estrecha amistad que mantuvo con Stéphane Mallarmé, el precursor del simbolismo, y que ha quedado reflejada en la extensa colección de epístolas que ambos intercambiaron durante años. Los dos escritores pertenecían al círculo de Nina de Villard y Camille Mauclair, y sentían una gran atracción hacia la música wagneriana -que, en la década de los 60 del siglo XIX, era considerada como la "música del futuro" o la estética más vanguardista. Irremediablemente, Wagner estuvo (y sigue estando) asociado a una suerte de romanticismo místico, un apasionamiento melancólico de raigambre germana, que poco o nada tiene que ver con otras tendencias de la época, como el positivismo; o, sobre todo, la admiración retrospectiva por la Antigüedad grecorromana que caracteriza a la mayoría de los poetas del Parnaso francés.
En efecto, el misticismo de Ménard poco o nada tiene que ver con el de Villiers De L'Isle-Adam, otro reconocido admirador de Wagner. Compararlos equivaldría a comparar la religiosidad de un creyente pagano con la de uno católico y apostólico. En el caso de Cazalis, el origen de su estética melancólica y romántica se encuentra en sus años de juventud. Fue un lector voraz de la poesía alemana de Rückert, Heine y Goethe; y compartió con este último su admiración hacia la monumental catedral de Estrasburgo -obra arquitectónica cumbre del período gótico-, durante los años que pasó allí cursando estudios de Derecho. Como Goethe, abandonó todo dogmatismo religioso para profesar un culto panteísta personalísimo, pero no por ello menos sincero. Y también como Goethe, acabó sucumbiendo a la atracción de su curiosidad ilimitada, no bien comenzó a ejercer como abogado... en París. Tenía ante sí toda la vida artística floreciente, así como toda la especulación científica: ¿cómo resignarse a permanecer encerrado en su despacho, teniendo a su alcance las galerías y los laboratorios, las tertulias y las facultades, donde tantas cosas novedosas se ofrecen a ojos de quien encuentra paso franco a sus inquietudes? Al final, el abogado acabó convirtiéndose en poeta y en médico: lo mismo hallamos entre su producción rimas que ensayos de medicina. No obstante, ambas facetas de su caleidoscópica existencia se hallaban claramente disociadas ante la sociedad: el doctor Cazalis pasaba consulta, mientras componía versos bajo el seudónimo de Jean Lahor.
Lahor, además, no fue en sus versos un hombre de ciencia metódico y exacto. Sus estremecimientos estéticos provienen de la Idea, no de la Forma. Y cuando la abstracción intelectual ostenta la primacía sobre los sentidos sensuales... eso es poco parnasiano. Lo que no obsta para que las rimas de nuestro autor sean de una belleza sonora incuestionable. ¡Analicemos la reacción de los músicos!
Evidentemente, ni Debussy ni Ravel prestaron atención a ese tono serio y profundamente melancólico: haría falta pertenecer a otra casta más septentrional, más brumosa, más mítica y mística, para preferir los versos de Lahor. En ese contexto se hallaba, por el contrario, la pléyade de compositores posrománticos que surgieron en la Schola Cantorum francesa: Henri Duparc, Charles Bordes, Ernest Chausson... Estos hombres compusieron numerosos lieder pesimistas sobre sus poemas, de una dulzura crepuscular bastante afín a la delicada sensibilidad de los decadentistas. Aunque la melodía más famosa de todas fue netamente romántica: la "Danza macabra" de Saint-Säens. En verdad, hay poco de la típica luminosidad francesa en Lahor, y mucho más de la penumbra medieval y germánica de los Nibelungos.
Y, sin embargo, nuestro autor fue también un orientalista, como el Saint-Säens de "Sansón y Dalila", como su amigo el poeta Henri Regnault de los "Chants persannes", o como el propio Goethe del "Diván". En este ámbito puede hallarse el nexo entre Lahor y los parnasianos: un día, transportado por una inspiración repentina, Lahor compuso un largo poema épico titulado "L'enchanement de Siva", de temática hinduista. Deseoso de conocer la opinión del gran poeta hinduista del momento, Leconte de Lisle, se presentó en su casa en busca de una opinión fundamentada, y se encontró con un juicio de lo más insólito: "yo mismo había tenido antes ese mismo sueño que usted, monsieur Cazalis", dijo el maestro, "sólo que ha sido usted el que ha llegado a ponerlo fielmente por escrito".
Al final, Lahor, en una de sus cartas, denomina a su propio y particular modo de concebir el mundo como un "pesimismo heroico". Melancolía y epopeya, la tragedia wagneriana. ¿A qué nos suena esto? ¿No fue Schopenhauer el adalid par excellance del pesimismo... y también el divulgador de los estudios hinduistas en Europa?
Es curioso cómo visiones aparentemente contradictorias de la vida pueden llegar a converger, seduciendo a los mismos hombres, encarnándose así las incoherencias en un ser de carne y hueso en el que dos polos opuestos se funden, hasta el punto de desmentir toda lógica y hacernos desconfiar de la racionalidad de nuestros juicios. ¡No, un hombre no nace como un ser unilateral ni como una tendencia... sino como una fusión resultante de las innumerables tendencias de sus innumerables ancestros! O de sus precursores, en el caso de los artistas.
Sabido es que la raza humana es antigua, por Apolo.
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