martes, 30 de abril de 2019

El amigo de Cézanne


Con el personaje de hoy, concluyo mi repaso biográfico a los autores que, en un momento u otro de su andadura, publicaron sus poesías en las antologías parnasianas de Lemerre. He elegido al particularmente desconocido Antony Valabrègue (1844-1900) porque me llevé una grata sorpresa al comenzar a leer sus “Petits poèmes parisienes”. No conocía todavía la favorable reseña en “Le Figaro”, en la que Émile Zola le juzgaba como “un poeta sincero y honesto, que sentía profundamente lo que expresaba”. La red no resulta demasiado prolija respecto a su vida, y lo más frecuente es encontrar el famoso retrato que le hizo Paul Cézanne. No por casualidad ni porque fuera un burgués adinerado: nuestro rimador era oriundo de Aix-en-Provence, y su paisano Cézanne y él habían sido amigos íntimos en su tierra, de jóvenes, y siguieron siéndolo durante el resto de su vida. Con apenas veintitrés años se trasladó a París para empezar a publicar, con notable éxito de público, sus artículos.



Valabrègue se dedicó profesionalmente a la crítica de arte, sobre todo pintura y literatura, que ejerció en diversas revistas especializadas de la época, como “L’Artiste”.  Tuvo asimismo una estrecha vinculación al círculo artístico del citado Zola, y su abundante correspondencia con el creador del naturalismo constituye una referencia obligada para los estudiosos de su vida, a pesar de que no compartieron un mismo canon estético: lo que no significa que compartiera ideas con los parnasianos, como puede comprobarse al leer sus poemas, en los que emplea un lenguaje corriente y exhibe un espíritu abierto y desenfadado. Quizá por esta razón, su poesía, de corte lírico y casi trovadoresco, muy afín al estilo de Coppée, no haya tenido apenas repercusión en la posteridad. Pero su simpleza no resta valor a la claridad y amenidad de su descripción de lugares agradables y escenas distendidas: celebra los placeres de la vida y se muestra tan optimista como esa clase acomodada que estaba beneficiándose con agrado de las crecientes ventajas del progreso. 

Con sinceridad, recomiendo a Valabrègue a todo aquél que desee comprender en qué consiste la serenidad apolínea y el verdadero esprit francés, ése que late en el fondo genuino del genio de Verlaine, y que puede considerarse heredero de los cantores de la Pléyade al mismo tiempo que exento de las impostoras estridencias poswagnerianas del decadentismo. Sus versos merecerían una mayor consideración por la posteridad.


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