Con el personaje de hoy, concluyo
mi repaso biográfico a los autores que, en un momento u otro de su andadura,
publicaron sus poesías en las antologías parnasianas de Lemerre. He elegido al
particularmente desconocido Antony Valabrègue (1844-1900) porque me llevé una
grata sorpresa al comenzar a leer sus “Petits poèmes parisienes”. No conocía
todavía la favorable reseña en “Le Figaro”, en la que Émile Zola le juzgaba
como “un poeta sincero y honesto, que sentía profundamente lo que expresaba”.
La red no resulta demasiado prolija respecto a su vida, y lo más frecuente es
encontrar el famoso retrato que le hizo Paul Cézanne. No por casualidad ni
porque fuera un burgués adinerado: nuestro rimador era oriundo de Aix-en-Provence,
y su paisano Cézanne y él habían sido amigos íntimos en su tierra, de jóvenes,
y siguieron siéndolo durante el resto de su vida. Con apenas veintitrés años se
trasladó a París para empezar a publicar, con notable éxito de público, sus
artículos.
Valabrègue se dedicó
profesionalmente a la crítica de arte, sobre todo pintura y literatura, que
ejerció en diversas revistas especializadas de la época, como “L’Artiste”. Tuvo asimismo una estrecha vinculación al
círculo artístico del citado Zola, y su abundante correspondencia con el
creador del naturalismo constituye una referencia obligada para los estudiosos
de su vida, a pesar de que no compartieron un mismo canon estético: lo que no
significa que compartiera ideas con los parnasianos, como puede comprobarse al
leer sus poemas, en los que emplea un lenguaje corriente y exhibe un espíritu
abierto y desenfadado. Quizá por esta razón, su poesía, de corte lírico y casi
trovadoresco, muy afín al estilo de Coppée, no haya tenido apenas repercusión
en la posteridad. Pero su simpleza no resta valor a la claridad y amenidad de
su descripción de lugares agradables y escenas distendidas: celebra los
placeres de la vida y se muestra tan optimista como esa clase acomodada que
estaba beneficiándose con agrado de las crecientes ventajas del progreso.
Con sinceridad, recomiendo a
Valabrègue a todo aquél que desee comprender en qué consiste la serenidad
apolínea y el verdadero esprit francés, ése que late en el fondo genuino del
genio de Verlaine, y que puede considerarse heredero de los cantores de la
Pléyade al mismo tiempo que exento de las impostoras estridencias poswagnerianas
del decadentismo. Sus versos merecerían una mayor consideración por la
posteridad.
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