Paul Bourget (1852-1935), hoy prácticamente olvidado, a
pesar de haber llegado a convertirse en uno de los escritores más influyentes
de su época en Francia, fue, sobre todo, un autor de pluma ligera. Sus
artículos periodísticos constituyen el grueso de su producción, junto con la
treintena larga de novelas que llegó a publicar. Entre tanta prosa, sus
poesías, así como sus obras dramáticas, son más bien testimoniales, pese a ser
también muy numerosas. Pero, ¿qué es lo que le ha impedido pasar a la posteridad,
aparte de no haber ganado el premio Nobel como su colega Prudhomme, y no haber
podido beneficiarse así de la amplia publicidad que la “Academia” difunde,
constante y estatutariamente, sobre sus galardonados por todo el mundo?
Quizá lo que ha repercutido de una manera más negativa en la
reputación de Bourget en nuestros días, haya sido la radical ambigüedad de su
obra. Puede afirmarse, y de hecho los críticos lo afirman, que existen dos
“Paul-Bourget” diferentes, según se tenga en cuenta su producción en el siglo
XIX (cuando su pensamiento, tras “abjurar” de la religión, se caracterizó por
su laicismo y republicanismo) o en el siglo XX (cuando el autor consagrado
juzgó más conveniente “convertirse” al catolicismo y convertirse, en otro
sentido, en un defensor del tradicionalismo e incluso de la restauración
borbónica en el trono de Francia). Ante este panorama, que desorientaría a
cualquier lector moderno, al no saber si admirarlo o detestarlo en función de
sus preferencias ideológicas, nos encontramos por una parte al Paul Bourget que
frecuentó las tertulias literarias de los parnasianos y los hidrópatas, junto a
Verlaine, Rimbaud o Jean Richepin. Éste era acogido amistosamente por los
bohemios de izquierdas y por la alta burguesía
de banqueros y hombres de negocios de ascendencia judía. Éste era el
autor de esos “Ensayos de psicología contemporánea” que tanto entusiasmaron a
Nietzsche, hasta el punto de dedicarle palabras elogiosas en sus propias obras,
de manera que gracias a él todavía resuena su nombre “par tout ce monde”. Pero
luego tenemos al Paul Bourget reaccionario, acérrimo enemigo de Dreyfus y
secretamente antisemita, deslumbrado por las condecoraciones y reconocimientos
oficiales; al academicista proclive a la lectura de discursos públicos ante las
autoridades de los gobiernos conservadores de Francia, en los que postulaba el
retorno a los valores católicos; al coleccionista de arte religioso y medieval,
emparentado ahora con decadentistas como Barbey o Huysmans. Admitiendo que a
todos nos es lícito cambiar de opinión, tenemos que admitir que Bourget estaba
en su derecho de cambiar de bando ideológico y estético. Y, por lo tanto, en
tanto cada cual sigamos conservando nuestras propias ideas, es forzoso admitir
que Paul Bourget, aunque nunca llegue a gustarnos del todo, siempre despertará
nuestro interés.
Júzguese, pues, si supo o no satisfacer a toda clase de
público, cualidad que, al fin y al cabo, constituye el mejor “hándicap” de
cualquiera que pretenda ganarse la vida escribiendo.
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